Alrededor del círculo

Coreografías del desencanto y memoria de la burlar

Crack Rodríguez, Monumento a la Paz, San Salvador, 16 de enero de 2017
Texto curatorial por The Fire Theory

Un cuerpo gira con torpeza en torno a sí mismo. Una corona fúnebre, de esas usadas para rendir homenaje a los caídos, es ahora hula hoop. La escena se da frente al Monumento a la Paz, justo el día de la conmemoración oficial de los 25 años de los Acuerdos de Paz en El Salvador. El gesto, incómodo y absurdo, ocurre apenas horas después de que la izquierda gobernante—heredera del FMLN—celebrara con flores y solemnidad la efeméride que prometía un nuevo país.

Crack Rodríguez no interrumpe el acto oficial. Llega después, cuando todo ha quedado “decorado” por la memoria domesticada: coronas, arreglos florales, discursos institucionales, micrófonos apagados. Allí, en ese resto escenográfico de lo conmemorado, el artista activa una acción mínima y brutal: intenta girar con la corona como hula hoop, apenas logra sostenerla unos segundos. Es un esfuerzo fallido, pero no por ello menos potente. La incomodidad del objeto floral, su peso, su rigidez, se oponen al juego. El cuerpo, atrapado entre el homenaje simbólico y la imposibilidad del goce, danza el fracaso de una transición.

Este gesto se inscribe de lleno en la genealogía del artivismo latinoamericano, donde lo simbólico es trastocado con el cuerpo como herramienta de intervención crítica. Como otros artistas de la región que han desestabilizado los ritos del poder—como Regina José Galindo, Teresa Margolles o Tania Bruguera—Crack Rodríguez se atreve a hacer visible lo que la conmemoración oficial pretende sellar con solemnidad: la traición a la promesa de paz. Porque 25 años después, las heridas siguen abiertas, los excombatientes desamparados, los archivos sellados, la justicia sin nombres, y las violencias recicladas en nuevas formas: pandillas, militarización, desplazamiento, impunidad.

El cuerpo del artista no baila, se esfuerza. No hay celebración en su giro, sino una mecánica fallida que revela el verdadero círculo: el círculo vicioso de violencia estructural que nunca se cerró. El cuerpo ahí, ridículo para algunos, blasfemo para otros, no busca respeto; busca verdad. La corona que gira y cae una y otra vez se vuelve metáfora de esa “paz” que no logra sostenerse.

La acción, captada y viralizada en redes, generó una oleada de rechazo desde sectores afines al partido en el poder. Se le acusó de profanar la memoria, de burlarse de los mártires. Pero este es justamente el poder del arte político: incomodar la nostalgia, denunciar el camuflaje de la retórica, interrumpir el romanticismo de una historia inacabada. En el arte de Crack Rodríguez, la performance no embellece la memoria: la desarma, la exhibe como campo de disputa, como dispositivo manipulado por el poder.

En un país donde los símbolos son devorados por los partidos y la fe ciega sustituye al pensamiento crítico, el gesto de bailar con una corona no es banal. Es una herejía necesaria, una sacudida al consenso forzado. Es un acto de duelo activo, de memoria incómoda. Es arte que no acompaña, sino que acosa.

Porque, como el título lo sugiere, seguimos girando alrededor del mismo círculo: celebrando la paz mientras vivimos su ausencia, adornando monumentos mientras se entierra la justicia, repitiendo promesas sin cumplirlas. En esa rotación de la impotencia, el cuerpo que se niega a girar con gracia se convierte en símbolo del colapso de toda representación oficial.

“Around the Circle”: Choreographies of Disenchantment and memory of mockery

Crack Rodríguez, Monument to Peace, San Salvador, January 16, 2017
Curatorial text by The Fire Theory

A body spins clumsily around itself. A funeral wreath—typically used to honor the dead—is now reimagined as a hula hoop. The scene unfolds in front of San Salvador’s Monument to Peace, on the very day of the 25th anniversary of the Salvadoran Peace Accords. The gesture is awkward, absurd, and deeply political. Just hours earlier, the FMLN-led government—once a revolutionary force, now the official institution—had marked the day with floral tributes, speeches, and a ritualized narrative of victory.

Crack Rodríguez does not disrupt the ceremony. He arrives afterward, when the spectacle has been neatly concluded, leaving behind its symbolic debris: flower arrangements, wreaths, slogans, microphones turned off. There, amidst the official staging of memory, he enacts a simple yet brutal gesture: he attempts to spin the wreath around his waist, as one would with a child’s toy. The action fails repeatedly—the wreath is too heavy, too rigid. The artist struggles, falters, persists. The performance becomes a dance of futility, a choreography of frustration.

This act belongs firmly within the lineage of Latin American artivism, where the body serves as a site of political intervention, and symbols are repurposed to expose institutional lies. Like Regina José Galindo, Teresa Margolles, or Tania Bruguera, Rodríguez dares to interfere with the state’s choreography of memory, turning commemoration into confrontation. His performance is not irreverent—it is necessary. Because 25 years after the Accords, there is no real peace: former combatants remain abandoned, victims unheard, crimes unpunished, violence rebranded through militarization and social exclusion.

Rodríguez’s body does not dance—it struggles to sustain motion. The wreath refuses to become a toy. This refusal echoes a broader one: the refusal of peace to take root, the inability of official narratives to erase the contradictions of history. The absurdity of the act mirrors the absurdity of celebrating unfinished processes as if they were resolved. The wreath that won’t spin becomes a metaphor for a peace that won’t hold.

The performance, later circulated widely on social media, provoked backlash from sympathizers of the ruling party. Rodríguez was labeled disrespectful, even blasphemous. But this is the exact function of political art: to disrupt sanitized narratives, to unmask euphemisms, to offend where complacency has settled. In Rodríguez’s work, performance does not commemorate; it confronts. It doesn’t offer comfort—it troubles the consensus.

In a country where symbols are hijacked by party politics and historical amnesia is institutionalized, dancing with a funeral wreath becomes an act of radical mourning. It is a performance of failure, of resistance, of visible impotence. It is not mockery—it is a demand: for truth, for justice, for memory that cannot be co-opted.

As the title suggests, we remain trapped “around the circle”—celebrating peace while living through its absence, adorning monuments while burying accountability. In this endless spin of unresolved grief, Rodríguez’s body, clashing against the weight of the wreath, becomes a metaphor for a nation locked in its own circular choreography of denial.

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