
Crucificado en horizontal en un pick up que transportaba cabras en el mercado de Santa Tecla, 2015.
“Descender al cuerpo, horizontalizar lo sagrado”
Crack Rodríguez, Santa Tecla, 2015
Texto curatorial por The Fire Theory
El Viernes Santo de 2015, en el bullicioso entorno del mercado de Santa Tecla, Crack Rodríguez irrumpe el flujo cotidiano del comercio informal con una acción radical: se amarra, semidesnudo, descalzo y expuesto, al lecho metálico de un pick-up acondicionado para transportar cabras lecheras, en una postura que remite inequívocamente al Cristo crucificado. Pero aquí, la cruz no es de madera ni está erguida hacia el cielo: es horizontal, industrial, móvil. El artista yace atado con lazos comunes, tendido como mercancía viva, frágil, como si su cuerpo fuera parte de la carga.
La pieza, titulada La Inclinación, desmonta la verticalidad tradicional de la iconografía cristiana y, con ello, su pretensión de trascendencia. El cuerpo de Rodríguez se arrastra al plano horizontal de lo terrenal, allí donde transcurren las realidades económicas, sociales y afectivas del pueblo salvadoreño. Esta inclinación no es solo física, sino política: un acto de descentramiento del poder simbólico de la religión, que históricamente ha operado como aparato de control sobre las conciencias y los cuerpos, incluso más allá de sus propios feligreses.
Al situar esta figura crística en un vehículo de venta ambulante —cargado con los signos del trabajo precario y la subsistencia diaria— la acción se inscribe en una doble crítica: a la mistificación del sufrimiento como redención espiritual, y a la instrumentalización de lo religioso en la vida política salvadoreña. En un país donde las decisiones sobre cuerpos, derechos y libertades se negocian aún desde púlpitos y pasajes bíblicos, La Inclinación llama a redimensionar lo sagrado desde lo humano.
Lo verdaderamente inquietante de la pieza es su recepción. Quienes transitaban por el mercado se detuvieron. Algunos ofrecieron agua al artista, otros intentaron aliviarle el dolor, y unos cuantos incluso lanzaron objetos vegetales, como en una escena de castigo o escarnio público. La acción provoca así un espejo: revela tanto los gestos de empatía como los impulsos de violencia que la figura de un “Cristo horizontal” aún suscita en el imaginario colectivo. Cuando el vehículo comienza a moverse, llevando consigo ese cuerpo amarrado por la ciudad, la performance se convierte en un vía crucis rodante, un desplazamiento simbólico de una religiosidad que ya no asciende, sino que recorre el polvo y la aspereza de lo común.
La Inclinación no es una blasfemia: es una invitación. A mirar hacia abajo, a vernos entre nosotros, a desmontar los altares para reaprender el vínculo desde la carne y no desde el dogma.
“Bringing the Sacred Down to Earth”
Crack Rodríguez, Santa Tecla, 2015
Curatorial text by The Fire Theory
On Good Friday in 2015, amidst the noise and movement of the Santa Tecla market, Crack Rodríguez inserted his body into a space of rupture. Barefoot, shirtless, and exposed, he tied himself with ordinary rope to the flatbed of a pickup truck typically used to transport dairy goats. Lying horizontally in a position echoing the crucified Christ, Rodríguez was not elevated on a cross but stretched out along a metal platform—horizontal, mobile, and uncomfortably real.
Titled The Inclination, the performance disrupts the verticality of Christian iconography, that axis pointing toward transcendence and divine authority. Here, the sacred is pulled downward into the earthly plane of daily life—into the grime, the labor, and the precarity of the informal economy. The inclination is not just a gesture of the body, but a radical political repositioning: it seeks to dismantle the theological pedestal of religion and confront its role as a moral and ideological instrument of control in El Salvador.
By crucifying himself not on a symbolic hilltop, but on a goat truck parked outside a working-class market, Rodríguez confronts two interlaced powers: the spiritual manipulation exercised by institutional religion, and its undue influence on the civic and political lives of people—including those who do not profess its faith. In a country where matters such as bodily autonomy, justice, and rights are still filtered through scripture and ecclesiastical authority, The Inclination demands a return to the body—not as a site of sin or salvation, but as a terrain of shared vulnerability.
The audience, composed of passersby, vendors, and shoppers, responded in complex ways. Some stopped to record the act, others offered water, attempting to ease the artist’s suffering, while a few threw vegetables—transforming the scene into a living passion play, oscillating between compassion and ridicule. Once the truck began to move, transporting Rodríguez still bound in his cruciform pose, the performance turned into a procession: not a path toward resurrection, but a mobile interrogation of how we carry, consume, and punish human suffering.
The Inclination is not an act of blasphemy—it is an invitation. To displace divinity from above and relocate it among us. To question how faith has been weaponized, and to reclaim the sacred not as something untouchable, but as something deeply and painfully human.

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